av Emilio Salgari
340,-
Cualquier otro hombre que no hubiera sido malayo sin duda se habría roto las piernas en aquel salto, pero no ocurrió así con Sandokán, que, además de ser duro como el acero, poseía una agilidad de cuadrumano. Apenas había tocado tierra, hundiéndose en medio de un parterre, cuando ya se había puesto en pie con el kriss en la mano, dispuesto a defenderse. Afortunadamente el portugués estaba allí. Saltó a su lado y, agarrándolo por los hombros, lo empujó bruscamente hacia un grupo de árboles diciéndole: ¿ ¡Pero huye, desgraciado! ¿Es que quieres dejarte fusilar? ¿ ¡Déjame, Yáñez! ¿dijo el pirata, poseído de una viva exaltación¿. ¡Asaltemos la quinta! Tres o cuatro soldados aparecieron en una ventana, apuntándoles con los fusiles. ¿ ¡Sálvate, Sandokán! ¿se oyó gritar a Marianna. El pirata dio un salto de diez pasos, saludado por una descarga de fusiles, y una bala le atravesó el turbante. Se volvió, rugiendo como una fiera, y descargó su carabina contra la ventana, rompiendo los cristales e hiriendo en la frente a un soldado. ¿ ¡Ven! ¿gritó Yáñez, arrastrándolo fuera de la casä. Ven, testarudo imprudente. La puerta de la casa se abrió, y diez soldados, seguidos de otros tantos indígenas empuñando antorchas, se lanzaron a campo abierto. El portugués hizo fuego a través del follaje. El sargento que mandaba la pequeña cuadrilla cayó.