Om El Último Hombre
¿No oís el fragor de la tempestad que se avecina? ¿No veis abrirse las nubes y descargar la destrucción pavorosa y fatal sobre la tierra desolada? ¿No asistís a la caída del rayo ni os ensordece el grito del cielo que sigue a su descenso? ¿No sentís la tierra temblar y abrirse con agónicos rugidos, mientras el aire, preñado de alaridos y lamentos, anuncia los últimos días del hombre? ¡No! Ninguna de esas cosas acompañó nuestra caída. El aire balsámico de la primavera, llegado desde la morada de la Naturaleza, sede de la ambrosía, se posaba sobre la hermosa tierra, que despertaba como la madre joven a punto de mostrar orgullosa su bella camada a un padre largo tiempo ausente. Las flores asomaban a los árboles y tapizaban la tierra; de las ramas oscuras rebosantes de savia brotaban las hojas, y el multicolor follaje de la primavera, combándose y cantando al paso de la brisa, se regocijaba en la tibieza amable del despejado empíreo. Los arroyos corrían susurrantes, el mar estaba en calma y los acantilados que se alzaban frente a él se reflejaban en sus aguas plácidas. Los pájaros renacían en los bosques y de la tierra oscura nacía abundante alimento para hombres y bestias. ¿Dónde se hallaban el dolor y el mal? No en el aire sereno ni en el mar ondulante. No en los bosques ni en los fértiles campos, ni entre las aves que inundaban las florestas con sus cantos, ni entre los animales que, rodeados de abundancia, dormitaban al sol. Nuestro enemigo, como la Calamidad de Homero, hollaba nuestros corazones y ni un solo sonido nacía de sus pasos,
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